jueves, septiembre 28, 2006
Hacía el semáforo de la esquina del salchichón chino, en el centro de San José, cuando cacho por el retrovisor izquierdo a una indigente con toda la pinta de drogadicta que viene caminando por la izquierda a lo largo del caño en dirección al semáforo, mendingando una limosna a cada conductor de la fila atrás de mí. Yo me encontraba de segunda o tercera en la hilera de vehículos que aguardaban a la luz verde, y cuando la vi acercarse directamente hacia mí creí que un simple “no” con la cabeza bastaría para hacerle saber que no estaba dispuesta a patrocinar la pinta de crack en que invertiría cualquier dinero que cayera en sus manos. Por un segundo, la chica me lanzó una mirada de asesina en serie, en parte, talvez, culpándome por la negativa de la que había sido objeto por parte de todos los demás conductores detrás de mí. Y en parte, también, a la larga haciéndome un poco responsable de su adicción solo por el hecho de formar parte de la sociedad que, en cierta forma, contribuyó en gran parte a empujarla a aquel estado lamentable.

Pero no, eso estaba lejos de ser lo único que pasaría. Acto seguido, sacó un clavo enorme y se apoyó contra la puerta de mi kia, amenazando con rayar la pintura con la punta y luego, casi amablemente y articulando un gesto suplicante, casi infantil (digna solo de una interpretación de Marcel Marceau), me “suplicó” una vez más, que “por piedad” le diera yo algún dinero.

“¡¿Por piedad?!” casi me fui de espaldas mentalmente, “¡Mi trasero! Yo hace mucho que me curé de eso gracias al amarillismo de canal 7. Si llego a soltarte un quinto será no más por la punta de ese puto clavo que tenés a centímetros de la pintura negra de mi ‘cijol’ (así le digo de cariñito a mi hashback), desgraciada pendeja de m...!”

Debo agregar que en diez años que tengo de viajar de la provincia donde viví hasta hace muy poco a San José, nunca me habían asaltado o robado. A lo sumo me habían seguido un par de veces, pero cada vez que me atacaba la paranoia (justificada o no) terminaba metida en un restaurante chino o en un comercio de tiliches. En cierta forma me había salvado gracias a que parte del tiempo que pasaba en San José se me iba en tratar de evitar a toda costa exponerme a una situación peligrosa, por ejemplo: siempre prefería tomar un taxi si tenía que pasar a fuerza por un lugar feo de la Coca Cola, aún y cuando faltaran solo quinientos metros para llegar a la Terminal (muchos fueron los taxistas que me mentaron la madre por eso, pero a mí me importaba un chin’!). Así era yo de paranoica en la calle. Pero hoy creo que gracias a mi excesiva precaución, y claro, a un poco de suerte, no me había pasado nada todavía. Sin embargo, siempre supe que solo estaba pateando el balde para adelante y que la tenía jurada en algún momento, y justo aquel día me pasaron juntas todas las acumuladas... Sí, porque después de todo, a la larga, ya me tocaba. Ya era mi hora. -_-‘

Este pensamiento precisamente de que “mi hora había llegado”, me hizo olvidarme casi del hecho de que me estaba cagando más que del susto, de la sorpresa, y recordé con resignación las ocasiones en que me había figurado cómo sería cuando me asaltaran por primera vez... “Bueno, ya estás.” pensé. Como quien se pregunta qué habrá en el más allá, o qué se sentirá tener sexo. Por supuesto, en todos los escenarios imaginados me quitaban todo excepto los cinco mil colones que llevaba en la entreteta. Porque no era un lugar tan fácil donde pudieran buscar rápidamente y que, por sabio consejo de mi mamá, yo siempre me aseguraba de cargar dinero en otros lugares aparte del bolso: en el talón del zapato, dentro de la media, en el elástico del blúmer...

Pueden reír si gustan, pero bien que me había servido ser una fijada hasta ese día.

Mientras rebuscaba más que con susto, con rabia en mi bolso el dinero para darle a la lonjis, me recordé del aerosol que me había regalado mi esposo el día que me mudé a vivir con él a San José (a manera de ‘presente de bienvenida’, supongo). Recuerdo que me reí mucho esa vez, y hasta llegué a acusarlo, muerta de risa, de haberse juntado demasiado con mi mamá (supongo que mi larga expectativa de ser víctima de un asalto, se convirtió con el tiempo en tranquilidad y achantazón). Lo que hice a continuación fue estirar la mano y tomar el tarro que tenía dos años de estar en el compartimento de la puerta donde estaba la chica bien apoyada con el clavo en la mano. Abrí tantito el vidrio haciendo ademán que le iba a dar dinero y le rocié el contenido en los ojos. Hasta después de que lo hice pensé en la estupidez que había hecho, ya que la chica pudo haber hecho estragos con el clavo después de que yo intentara defenderme, y al final me hubiera salido más caro el arreglo de la pintura. Pero una vez más la suerte estuvo de mi lado y la tipa simplemente dejó caer el clavo retrocediendo y chillando mientras se cubría la cara con las manos.
Lo que pasó después no lo tengo muy claro, llegué a mi destino, detuve el carro y me di cuenta de que todavía estaba temblando... Pero por otro lado, me alegré de no haber sido simplemente otra mujer sola, indefensa y vulnerable en un vehículo sin compañía en San José.
Escupido por Dryadeh a las 12:46 p.m. | 16 comments