miércoles, febrero 21, 2007
El otro día me encontré en la calle a mi antiguo jefe. Tengo demasiadas cosas qué agradecerle a este señor medio idiático (y odiado por muchos a su vez). Sin saber exactamente porqué, corrí con la suerte de caerle en gracia desde que era mi profesor en el post grado. Mientras trabajé para él y sin importar que fuese yo potencial competencia, se dedicó a darme el trato de una hija y a compartir sin reservas para conmigo sus conocimientos, que me ofreció como un libro abierto. ¿Cuántos en esta carrera –o incluso en otras- estarán dispuestos a hacer lo mismo?
Me dijo medio en broma que después de un par de años se daba cuenta que ya no me extraña tanto, y yo en cambio me di cuenta, aunque no lo dije, que seriamente no he dejado de hacerlo desde que cambié de trabajo, cuando dejé el puesto de asistente en el pequeño bufete con salario base, por uno fijo en una empresa grande, con oficina propia, todas las garantías sociales y salario competitivo... Qué ironía. Ahora daría casi cualquier cosa con tal de salir de este nido de coralillos y sabaneras, y regresar a la silla quebrada, a las tertulias del almuerzo con gente que habla con la libertad que otorga el no sentirse amenazada profesionalmente por sus compañeros. No me importaría volver a hacerlas de secretaria, nutricionista y aprendiza al mismo tiempo, a la vieja máquina, a no tener hora exacta de salida, al Windows 98...

Como dice el anuncio de Master Card, “Hay cosas en la vida que sencillamente no tienen precio.”
Escupido por Dryadeh a las 1:51 p.m. |